En literatura pocas cosas generan tantos malentendidos como la relación entre la vida y la obra. Se argumenta, por ejemplo, que bajo la forma de la confesión solapada, tal autor escribió una novela que es apenas una parte de su existencia, más unos puntos y unas comas. O también lo contrario: que el tosco artificio de aquella ficción se explica porque el escritor la ejecutó de espaldas a su vida. Así dicho, la vida y la obra son deudoras mutuas, dueñas de una deuda que nunca podrán pagar. Y que las condena a ambas.
Bajo la forma nada solapada de la autobiografía literaria, La rueda de Virgilio elude esos tópicos triviales, y nos hace entender, por la excelencia de su prosa, lo evidente: que aquello que liga la vida y la obra es la escritura. Luis Gusmán recorta de su biografía aquello que hizo posible sus libros, y como no podía ser de otra manera, de este racconto surge otro libro. Uno donde la imaginación y la verdad están puestas al servicio de la memoria, donde la invención y el recuerdo preciso dejan ver la escena íntima del escritor, mientras sigue escribiendo. Todo para recordarnos que no sólo la escritura liga la vida y la obra, antes que eso está el estilo, su primacía, aquello que distingue una literatura. Y también, naturalmente, cualquier vida.
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