En el principio debe haber sido miedo y respeto. Después, asombro y algo bastante parecido a la devoción. Las ballenas siempre han despertado un cúmulo de sentimientos. Bellas, imponentes, criaturas casi mitológicas y tocadas por la divinidad.
Con el tiempo, los hombres conquistaron al viento y a las olas y se lanzaron sobre ellas. Primero, en el Pacífico, en el norte de Europa y en islas heladas del Atlántico norte y, más tarde, en todos los mares del mundo. Moby Dick, una novela inmortal, recogió parte de esa tradición y la convirtió en un mito. Pero el mito venía acompañado de una triste verdad: los balleneros, sus naves y sus cañones se habían vuelto demasiado poderosos y las ballenas, demasiado grandes o demasiado nobles para esconderse, parecían condenadas a desaparecer de la faz del mundo.
Hace unas pocas décadas, ese riesgo se hizo evidente, y nació el impulso de proteger a esos seres, tan gigantescos como frágiles. Fue como si las ballenas hubieran escapado de un largo cautiverio y, de pronto, nos recordaran cómo eran las cosas en otros tiempos y en otros lugares. Se convirtieron en objeto de contemplación y centro de interés. Cada año decenas de miles personas recorren miles de kilómetros para visitar sus refugios de Groenlandia o la Patagonia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario